cuando mi papá y sus hermanos eran chicos, mi abuela no los dejaba tener bicicletas ni andar en ellas porque podían caerse. tampoco los dejaba salir, asi que tenían que escaparse y aguantar al regreso la sesión de barillazos. eso hasta que pudieron irse de la casa luego de casarse.estuvieron practicamente viviendo en un internado hasta los veinticinco años o más. al menos dos de ellos.
cada vez que mi papá cierra una puerta, pone un candado o advierte sobre algún peligro a alguien - y lo hace con demasiada frecuencia-, yo veo a mi abuela en su cara. veo su inseguridad psicopática y su pesimismo encubierto en una prevención excesiva. veo también a mi tío, el hermano del medio que nunca consiguió esposa, que nunca pudo salir de esa casa dominada por mi abuela y habitada por el cariño disperso de mi abuelo.
en medio de esas dos personalidades, a mi tío se le confundió el sentido de la existencia y se vio obligado a construir una vida a partir de los devenires más insignificantes: anotar los números del medidor de la luz todos los días, coleccionar candados, bolsas, zapatos, cajas de remedios y libros, lavarse las manos hasta sangrar, revisar la cerradura de las puertas una y otra vez antes de salir, o comprar cajas de golosinas semanalmente para calmar la ansiedad.
mi abuela está en todas esas acciones como un timbre de validación burocrático. a veces voy por la calle y se me aparece su cara como un fantasma en medio de la sinapsis. "en eso que acabas de hacer, también estoy yo".
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